domingo, 4 de octubre de 2015

Uno de esos puntos de inflexión que te proporciona la vida...

Ayer viví uno de esos momentos de inflexión de mi vida; uno de esos puntos indelebles en el tiempo y en el espacio que configuran el carácter y la historia de cada uno. Son momentos que pueden pasar desapercibidos, pero en momento febriles y semidesnudos se hacen conscientes. El primer reloj "de verdad", la primera declaración a una chica acompañada de risas y negativas, la primera polución, la conciencia de la muerte, esa borrachera que condujo al quicio de un abismo dimensional... Ayer por la noche viví uno de esos momentos, quizá el definitivo, que me convirtió en un adulto.

Las señales ya existían. Desde hace años no me gustan las fiestas o discotecas porque allí no se puede hablar, no entiendo cómo los jóvenes pueden peinarse así y salir de casa, cuando veo a un grupo de mozalbetes me da miedo porque me pueden decir algo o atracar para quitarme las recetas de las medicinas (aunque esto ya me pasaba cuando iba al colegio... los grupos siempre me han dado miedo... supongo que ese temor viene en la genética del niño gordo con gafas que lee libros y es malo en los deportes). A las once de la noche ya me entra en el sueño y empiezo a plantearme levantarme temprano para aprovechar la mañana. El tiempo pasa, nos vamos haciendo viejo y la fiesta ya no la entendemos como ayer.

Anoche viví uno de esos momentos. A. había salido a cenar con un amigo y Nina Zombi estaba en una fiesta de pijamas así que Niño Lobo y un servidor nos quedamos en casa viendo alguna serie, nos pedimos una pizza e hicimos una noche de tíos que acabó a las once de la noche cada uno en su cama durmiendo. Lo intentaba, al menos, ya que me empezó un horrible dolor de barriga y tenía una puta canción en la cabeza que no me dejaba tranquilo.


Sobre las dos volvió A., me mimo un poquito al decirle lo mal que me encontraba y nos pusimos a dormir. A., en su línea, a los cinco segundos ya estaba dormida. Yo seguía con los ojos abiertos dando vueltas con el gran jefe indio danzando en mi cabeza. A esos de las tres, empezó una horrible música que hacía tiempo que no oía y que creía olvidada entre las ruinas del tiempo pasado.

Que la detengan, es una mentirosa
Malvada y pelibros, yo no la puedo controlar

Que la detengan, me ha robado la calma
Se ha llevado mi alma, y no me ha dejado na.

Canción que iba acompañada de voces que a grito pelado intentaban seguir los avances rítmicos de las desventuras de un tipo que pide la detención de una mujer que no puede controlar ya que la único mujer buena es esa que se deja controlar, que es sumisa y no tiene personalidad (que no lo digo yo, que lo dice la canción). Canción, repetición de estribillo, coro. Una y otra vez. Un grupo de personas intentado cantar al unísono una canción estival que creía muerta y que siendo una empresa tan complicada, repetían y repetían y repetían.

- ¿Qué pasa? - pregunta A. con voz somnolienta.
- Las vecinas, que han montado una fiesta.
- Que follón, ¿no?
- Sí.

Y seguía. Música fuerte, voces a las tantas, risas, cantos, ningún sacrificio.
Otra noche no hubiera pasado nada. Uno lo entiende y tuvo la edad. Cierra las puertas y a intentar dormir. Pero anoche estaba febril, me dolía el estómago, no podía dormir, estaba agotado de una semana oyendo a la gente quejándose porque el cuadernito de lengua del tercer trimestre no ha llegado todavía y oír que es culpa mía que la editorial tenga que hacer reedición, el estado de A. que necesita sueño y descanso y... No hay excusa.

Anoche me convertí en un vecino.


En el vecino que llama a las tres de la mañana quejándose de que la música está muy fuerte y no puede dormir. En ese vecino. El que interrumpe las fiestas en pijama y pide por favor si pueden bajar la música y dejar de gritar. Porque es lo que hice. Bajar en pijama, llamar al timbre con insistencia y muy serio, quejarme para volver a casa, decir que A. que ya estaba hecho e ir al baño a vomitar.
¿El qué? ¿Mi juventud? ¿Mis años mozos? ¿Las últimas ganas de fiesta que me quedaban? No, la cena porque ya he dicho que me encontraba muy mal.

Y no, no sucedió eso de irse a quejar de una fiesta y acabar participando en ella. Un casi cuarentón entre veintañeros deslumbrándolos con su experiencia y su pericia en el baile. Ni siquiera tenía ganas de que pasara eso. Solo dejadme dormir con mi dolor de barriga y mi miseria.

El tiempo pasa.  ¿Qué queda ahora? ¿En qué me he convertido? ¿Qué queda de mí? ¿Quién me iba a decir a mí que me convertiría en aquel tipo que vino a una fiesta que organizamos cuando vivía en Barcelona a quejarse de la música alta? ¿Era como yo soy ahora? ¿Un doble? ¿Una proyección de lo que acabaría siendo?
Un vecino.