jueves, 27 de abril de 2017

Crónica con unos días de retraso de un Sant Jordi en domingo

Como hemos vuelto al blog, volvemos a las crónicas de Sant Jordi; una fiesta que después de no sé cuántos años se ha convertido en mi memoría en un único día del libro amenizado con escenas de lluvia.

Domingo 23 de abril de 2017.
Siete de la mañana.
Suena el depertador y el librero se caga en la madre que parió a todos los despertadores del mundo. Con la rabadilla un poco adolorida por culpa de la carga de cajas de la noche anterior, intenta levantarse. No puede. Un gato duerme encima de su pecho como bruja que quisiera arrebatarle el aliento. Lo aparta con cuidad no vaya a despertarse el animalico y para el lavabo. El típico primer pipí de la mañana (y puede que el último hasta la noche... cuando llega Sant Jordi el librero se pone en plan circuito cerrado y ningún fluido abandona su cuerpo porque literalmente ese día no tiene tiempo ni para echar una gota).

Se viste frikoso, tentacular y estiloso y para la cocina a hacerse un té. A medio pasillo un bebé de catorce meses lo intercepta con alguno de sus primeros y balbuceantes pasos y exige su atención y que le entretenga.
- Es que no tengo tiempo, cariño.
Le da igual. Es un bebé y no tiene tiempo para esas monsergas. Alza los brazos y con mirada autoritaria exige que lo lleve con él a la cocina y le abra el cajón del menaje para que pueda repartirlo por el suelo. Es su rutina de ejercicio todas las mañanas y no puede permitir que un gordo friki cualquiera por mucho que sea su padre se la interrumpa.

Cocina. Desayuno rápido. Esquiva de menaje. Coger al bebé a cuello y llevarlo con A. Comunicarle a A. que me voy, hasta luego. A. hace un ruido que puede ser asentimiento, queja o invocación, se alza la camiseta del pijama y el bebé, en un movimiento rápido que algo tiene de portal dimensional, pasa de estar en brazos de su padre en pecho de su madre en milésimas de segundo.

El librero comprueba que lo tiene todo y para la plaza de Cal Font.


Donde siempre y la hora de siempre.
Cuando llega algunas paradas de librerías ya han empezado a montarse. Como todos los años, la librería donde trabaja se comporta como una diva. Llega última y, si puede, se va primera. A las ocho en punto empezamos el montaje. Llega la furgoneta, se descargan caballetes, mesas y cajas de libros. Muchas cajas. Y todas llenas de libros, claro. Este año llevamos unos 2500 ejemplares a la parada. Bastante menos que otros años, pero lo suficiente para que el librero sienta una ligera punzada en la espalda por el esfuerzo y su manía de coger las cajas de forma totalmente incorrecta. A las nueve y media, parada montada y primeras ventas.


Algo que parece una revista, pero que no sabemos exactamente qué es (quien lo vendió no se acuerda y no lo hemos logrado identificar), una novela de amoríos y achuchones  y la primera petición de "lo más vendido".
- Acaba de empezar el día, no sé lo que será lo más vendido.
- Anda que no lo sabéis. Si está pactado. Si sois todos unos mafias.
No sé si se refiere a los libreros, a los tipos con gafas, a los bordes con camisetas lovecraftianas o a los reptilianos que dominan el mundo del libro igualadino. Y si es este último caso, no sé cómo se ha podido enterar y como sigue vivo. Tendré que informar a la Branquea Epsilon de posibles filtraciones.





Hace un muy buen día. Sol, cielo despajado, el bendito calor. En poco tiempo la plaza se anima y a partir de las once y media se desata el infierno. Una mañana como nunca antes. Gente y más gente, compradores lanzados buscando su libro (o libros) entre las paradas. Al ser domingo, la gente se anima más por la mañana. Los refuerzos vienen (entre ellos derrochando lisura, A.) y el librero se encuentra siendo el centro de todo. Clientes que le llaman, compañeros que le reclaman, gente que alza el brazo, chilla, llama por su nombre, etc. Jorge, Jorge, perdona, este libro, Jorge, perdona, tenemos este libro, está el libro de, Jorge, Jorge, Jorge. El librero acaba estallando y a un grito de "callaos todos", silencia a un cliente y tres colaboradores. Establece el orden y a ver sí, el libro es este, no no lo tenemos, míralo en la lista.

Una locura. La sección de infantil desaparece por las hordas de familias que se acercan. Nunca habíamos vendido tantos libros para niños a una velocidad igual. Cuando a las once y media viene A., que cada año acaba adueñándose de esa sección, solo encuentra espacios vacíos. Por primera vez tengo que decir a algún cliente que los libros de esa edad que pide se han acabado. Todos. Lo mismo ocurre con juvenil, con fantasía, con novela general. Con libro práctico, no. Ni cocina, ni ensayo, ni economía... el año que viene habrá que traer menos libros de esas temáticas.

Y al poco... la señora mayor.
Como en todas las buenas historias, y en la mayoría de las malas, siempre hay una señora mayor.
- Perdona, niño. Oye... perdona.
- Lo siento, estoy atendiendo a esta chica.
- Pero es que yo quiero preguntar algo.
- Estoy atendiendo.
- Pero es que quiero preguntarte algo.
- Señora, va esta chica y después va esta señora. Cuando acabe con ellas, estoy por usted.
- Si quieres puedes atender a la señora, me puedo esperar.
- No, vas tu primero.
La señora espera entre refunfuños.
- Dígame.
- Quiero un libro para mi nieto de policías que vayan en moto. En coche no, en moto.
- No tengo ninguno.
- De policías en moto.
- Sí, no tengo ninguno.
- Pero yo quiero uno.
- Pero no tengo.
- Pues vamos a ver cómo lo arreglas porque mi nieto, que es muy listo, quiere un libro de policías en moto y tengo que llevárselo.
- Tengo alguna novela de detectives para niños.
- ¿Van en moto?
- No, suelen ir a pie y en una de las novelas pillan un taxi.
- Si no salen policías en moto, no. ¿Tendrás para hoy?
Y así un rato largo. El trabajo se acumula y esta señora sinceramente cree que si insiste mucho, hasta que el librero pida que le disparen para ahorrarse tanto sufrimiento, por arte de magia aparecerá un libro de policías en moto para su nieto.

Y yo con poco tiempo solo puedo conseguirle algo así.

¿Dónde tenemos los libros de robótica en ingles? ¿El libro del que hablaban hoy en la tele? ¿El libro más vendido? ¿Algo para un adolescente sin violencia, ni sexo, ni chicas, ni palabrotas? (¿y en serio quiere que a un adolescente esto le interese?). Viene a vernos la misma chica que cada año nos pregunta dónde tenemos libros sobre una cámara fotográfica concreta y el señor que cada año va preguntando por todas las paradas si tenemos libros de cruz de caravaca. Adolescentes que se agrupan donde tengo la gran variedad de libro juvenil que llevo y discuten virtudes y defectos de las novelas, reseñas que han leído, libros que quieren leer y novelas que consideran que debería haber traído. Y tras un grupo viene otro y otro y otro. O adolescentes con sus padres buscando un libro y llevándose cuatro. Y luego dicen los viejos que los jóvenes no leen ni tienen interés. Como se nota que no conocen, o quieren conocer, a ninguno. Pero de esto ya hablaremos.

Como todos los años, el librero se quema los brazos y la cara. El calor aprieta y parece que la gente no tenga casa ni sitio donde ir. La plaza está a reventar. Mini entrevista a media mañana para un diario local y la consabida pregunta de los más vendidos. Muy harto de esa obsesión con una ridícula lista de libros más vendidos que parece ser el objetivo único y último del día de Sant Jordi. En vez de la celebración de la lectura y el libro, es el festejo del más vendido, del más popular. La lista que se publica al día siguiente es deprimente. De los más vendidos, un puñado no hay por donde cogerlos y un par son directamente malos libros. Pero los medios hacen mucho y si desde grandes grupos, radios y televisones se machaca que ese título se va a vender mucho, lectores medio zombis sin mucho criterio se lanzan a comprarlo aunque no sepan ni quien lo escribe ni de qué va (lo siento, cada año que pasa soy más radical con este tema).

Por suerte no solo se buscan los más vendidos y la variedad de libros vendidos y buscados en Sant Jordi es mucho mayor de lo que pueda parecer en la aburrida lista de los más vendidos.

Los pies, doloridos. La espalda, machacada. Algo de mareo por el sol y el subidón de azúcar por casi un litro de zumo de melocotón. Dolor de cabeza de tanto llamar por el nombre e ir de un lado para otro.


Eso sí, en ningún momento se pierde la elegancia tentacular.

Un señor pide sumar él los libros porque no se fía de lo que le digo.
El padre que por sus santos huevos, palabras textuales, le compra a su hijo un libro de Los Cinco "porque este me gustaba a mí de pequeño y te gustará a ti".
La visita de una de las jóvenes lectoras preferidas de librero que acaba llevándose un par de libro "porque confío en ti".
El placer cruel que supone ver la cara de decepción que pone los que buscan los libros más vendidos y decirles que estos se han acabado.
Recomendar a Shirley Jackson, Donald Ray Pollock, Joan-Lluís Lluís, El club de las canguros, los cómics de Raina Telgemeier, los cuentos de Aitor Solar, Sentinels y Dragon Girl de Martín Piñol, siempre Terry Pratchett y otros muchos libros, novelas e historias que se recomiendan con mayor o menor acierto, pero desde la honestidad.
Kamasutras especiales.
Libros para quien no le gusta leer y es un poco tonto.
Un libro que han dicho en la radio y que iba de algo así como de un hombre al que le pasan cosas y es de filosofía, pero sin dibujos.
Lo que quieras, total no lo va a leer.
El paseo de Alcalde y sus dos vueltas a la plaza. Cuando se le planteó la posibilidad de una tercera o una cerveza no lo dudó. La rubia tira mucho.
Visita de Niña Dragón con los abuelos a los que a golpe de encanto les saca un libro.
Visita de Niño Lobo y Niña Zombi que vienen a buscar sus cómics de Ms. Marvel y Detective Conan respectivamente.
Visitas de conocidos y amigos.

El día acaba pasando. 
Tantos nervios, tantos preparativos (desde enero con esta mierda), tanta caja, libros, novedades, nervios, pedidos, etiquetas, decisiones y lecturas para un día. Que sí, que es bonito, especial y todo lo que se quiera, pero, joder, que es un día. Extenuante, cansado y agotador.

A las nueve menos cuarto de la noche, llamada del jefe y a recoger la parada. Quien a las nueve no ha comprado un libro es que no se lo merece. En menos de veinte minutos y a una velocidad casi imposible, recogemos la parada. Se carga la furgoneta y a la librería. Se llevan muchos menos libros de vuelta (lo que es bueno) y cuando dos días después se haga el recuento de parada, se darán cuenta que se ha vendido más de la mitad de los libros.

Salir de la tienda y para casa. Agarrarse a la pequeña como si no hubiera un mañana y soltarla para ir a buscar unos bocadillos para cenar. El cansancio aparece y ni A. ni yo podemos casi movernos. Nos ponemos un capítulo de una serie ligera y a cenar.

Y pensar que al día siguiente empezará el post Sant Jordi. Devoluciones, reposiciones, balances y gente que el día de Sant Jordi le dio pereza salir a la calle y exige el descuento porque sí. Estos argumentos tan desarrollados son encantadores. 

Otro Sant Jordi. Un buen Sant Jordi. No pasará a la historia. Tranquilo y sin muchos incidentes; como me gustan. Ya sé que a quien lee esto prefiere machetes, accidentes, ninjas, concursos de camisetas mojadas, clientes bordes, mordiscos, defecaciones siderales, muertes por asesinatos, caídas tontas, bailes exóticos en barras calientes, motoristas salvajes que buscan el amor verdadero y batallas épicas entre aqueos y trogloditas, pero este año no tiene nada esto. Ha sido casi agradable y tranquilo. 
Lo siento.
A lo mejor el siguiente es peor. Y más divertido.


 Un par de imágenes del ambiente de la plaza sacadas de InfoAnoia.

domingo, 23 de abril de 2017

Pasad un buen Sant Jordi

Y compraos libros, rosas, camisetas, tazas o lo que os de la gana pasando de listas de los más vendidos, recomendaciones interesas o presiones mediáticas. A mirar, tocar, leer, releer y elegir con libertad y sentido del humor.


A pasarlo bien.
Y si estáis de paseo por Igualada y me queréis traer un zumo o algo de chocolate a la parada se agradecerá mucho. En estos días, los libreros estamos necesitados de cariño. 

jueves, 20 de abril de 2017

A tres días...

A tres días de Sant Jordi.

Aquí Sant Jordi to valiente aplastando a una lagartija con una enfermedad cutánea.

Tres días para mi ¿doceavo?, ¿treceavo?, ¿quincoajesivotresmilyunnabo Sant Jordi? No sé, son muchos ya. Y tengo una ilusión... Otro año de madrugar, cajas, libros, caballetes, maderas, montar a toda prisa y demás historias apasionantes que tanta gracias os hace. Y esta año al caer en domingo será raro. ¿Vendrá más o menos gente? Mi apuesta es que se concentrará más al mediodía y a partir de las seis de la tarde... hasta que empiece el fútbol más o menos. Porque me han dicho que hay fútbol y que juega alguien contra alguien haciendo algo, pero desconecté de quien me lo explicaba. Con el fútbol me pasa lo mismo que cuando me explican algo de reparaciones (ver entrada anterior) o cuando me dan una dirección.

Aun tengo libro que etiquetar y meter en cajas. Tengo que preparar todo el material que llevaré a la parada. Infiltrar títulos minoritarios que recomendaré con un punto de violencia aunque haya una voz interior que me dice que para qué si la gente solo pedirá lo de siempre aunque haya cambiado de portada y la última mierda que diga la tele que se vende. Ultimar detalles y toda ese trajín que tanta pereza me da.

Pero todo eso será el domingo y hoy es hoy.

Y hace un año no escribí ninguna crónica de Sant Jordi por lo que lo haré ahora muy brevemente intentando capturar el momento. Traer al presente un instante del pasado e intentar pintarlo con todos sus colores y afeites a la semejanza del gran poeta aleman Gustav von Samenbach cuando escribió Allí donde el dolor escuece donde recreaba la tortícolis que le produjo contemplar durante seis horas los monumentales pechos de piedra de una caraitide llamada Helga que conoció en un viaje por Tebas, Ciudad Real.

Básicamente el Sant Jordi pasado fue como los otros Sant Jordi con el único detalle distintivo de que llovió.
Mucho.


- Oooh, qué poético,
Los cojones.
- ¿Qué?
Los cojones del santo padre.
- Pero el día gris, las parejas enamoradas paseando bajo la lluvia con la rosa en la mano, los suspiros aleteando por toda la plaza, la magia de un día llena de agua refrescante, libros, rosas...
Lo vuelvo a decir. Los cojones.
Los pies mojados, los libros mojados, las cajas mojadas, los libreros mojados, los plásticos mojados y retirados por clientes mojados con paraguas mojados que quieren ver los libros y, sí, los mojan. Niños mojados con manos mojadas que quieren coger libros que no estaban mojados y enseñarlos a sus mojados progenitores que les dirán que no y devolverán el ahora sí mojado libro a la pila de libros mojándolos todos.
Maravilloso, vamos.
Un día lleno de magia, sí.

Y no recuerdo nada más. Ni gente, ni anécdotas. Solo lluvia y ganas de cerrar el chiringuito e irme a casa con A. a cenar el ya tradicional kebab de la noche de Sant Jordi.

El domingo, Sant Jordi. Como todos los años estaré en la Plaça de Cal Font de Igualada. Llevaré mi habitual atractivo robusto y una camiseta de Chtullhu. Si me queréis, traedme una zumito o algo de comer. Nada de café ni alcohol, que ya no uso de eso. Si no me queréis, no vengáis a verme. ¿Para qué vamos a pasar un mal rato los dos?

Prometo pasar la tradicional reseña del día de Sant Jordi y prometo que ese día lo pasaré bien y mi atractivilidad se multiplicará por un millón. Pero los días de antes y después, me quejo.

martes, 18 de abril de 2017

Sobre neveras (no es un título muy apetecible, pero no se me ocurre otro)

Estamos sin nevera.
Uno de esos terribles dramas del primer mundo. Tenemos parte de la comida en casa de mis padres, parte en una ingesta descontrolada, parte en la nevera a oscuras. Estamos esperando que venga el técnico del seguro que tiene que aparecer en un intervalo de hace ocho minutos y las doce (estoy escribiendo esto a las 10:08 exactamente, no, espera, 10:09, eso).

No es nuestra nevera. La nuestra no se enciende. No hemos abandonado su cadáver en una cuneta para que sea pasto de los lobos eléctricos..

Como siempre, y más problemas del mundo occidental, la avería ha sucedido en plenos días festivos para que todo sea un poco más engorroso. Y no tengo problemas con lo engorroso, ya lo sabéis. Me encanta. Pero siempre que le suceda a otros.
Como tantas otras cosas.
Total, que la nevera no funciona y no sabemos muy bien por qué. Estamos a la espera que aparezca un señor desconocido con una caja de herramientas. Y como siempre que tiene que venir un técnico a casa, me da mal rollito.


Esto no se debe solo al hecho de haber visto de pequeño la película El visitante de Peter Weir, asfixiante historia de invasión hogareña y que me predispuso contra toda persona que hace reparaciones en casa ajena (incluso si son conocidos).

Por cierto, que si no la habéis visto, hacedlo. Una maravilla de mal rollo pisicológico.

Se debe también a que soy un completo inútil cuando alguien me da indicaciones técnicas sobre lo que ha diagnosticado / reparado. No importa si es informático, electricista, lampista, forense, afinador de pianos virtual o stripper. En el momento en que me miran a la cara y empiezan a explicarme qué ha pasado, mi cerebro se desconecta y se va de viaje a otras dimensiones más apasionantes donde nadie me explica no se qué de la resistencia de algo o de un virus o bla, bla, bla. Mi cerebro se llena de unicornios con metralletas, comunistas nazis que beben té, monos araña formando un cuerpo de baile y demás imágenes pastoriles y no ateniendo ni entiendo nada de lo que me dicen.

INTERIOR. CASA VIEJA, PERO ELEGANTE. DÍA
Un atractivo hombretón escribe su blog.
Suena un timbre.

Viene el de la nevera. Ahora vuelvo.

(Pasa un rato más o menos aburrido)

Ya está. Arreglada.  Ha sido un momento. Muy simpático. Resulta que todo el tema se resume en que la placa de la resistencia de la neve... y, de repente, no estaba allí, estaba en otro lugar situando las figuritas y pensando cómo podríamos entrar en ese templo sin que los devoradores de cerebros se dieran cuentas que habíamos entrado y...


Por suerte está A. A ella le gusta todo esto de la tecnología y las maquinistas y los cables que van de un sitio a otro y hacen, no sé, ¿algo? Así que mientras me pierdo en mis mundos, ella atiende, comprende, aprende y da conversación al técnico y le ofrece un café o una crêpe de chocolate. Formamos un gran equipo, aunque todavía no tengo muy claro qué aporto yo.

Y ya está. Volvemos a tener nevera.
Fin.

Soy consciente que como historia no vale mucho la pena, pero todavía estoy pillándole el ritmo a esto de volver a un blog y tener un bebé gateando a lo loco por ahí.