jueves, 14 de abril de 2011

Lo que pasó en Manila. Parte III

Nota: si alguien quiere leer por primera vez o refrescar los sucesos o solo le apetece volver a indignarse con los anteriores capítulos de estas mis desventuras en la capital de Filipinas que siga el siguiente enlace. O que busque en la barra lateral el enlace al índice.

Me siento ante el ordenador y temo caer rendido ante el miedo que provoca la plantilla en blanco. Ha tenido que pasar más de un año para reunir el valor suficiente y vencer la eterna pereza pra volver a sentarme ante esta fría y cruel máquina y relatar punto por punto lo que me aconteció en Manila; origen y final de por qué soy como soy y por qué odio tanto, pero tanto, pero tanto, a los putos delfines de los cojones. Recordemos que me había ido de casa, me había comido un donut (¡¡¡berlina, joder, berlina!!!) sin tener ganas, había subido a un tren y compartía coche-cama con una bella desconocida que me invitó a cenar.

Y así, comerse una berlina sin ganas que se te hace un nudo en la garganta que no pasa ni con hostias ni con agua ni con nada y pasas un apuro que no se lo deseo a nadie, sólo a Jordi por reírse de mí. Pero sin acritud. Sólo con mala leche.

El tren rompía la noche anoienca. Todo aquel que haya viajado en carrilet Igualada-Barcelona recordará con admiración y terror la insondable velocidad a la que el tren viaja por ese pequeño, pero enorme, trocito de Catalunya. Por algo a ese carrilet se le conoce como el Halcón peregrino sobre raíles. Claudia y yo nos sentamos a una mesa a lado de un gran ventanal. Desde allí podíamos ver como los potros salvajes que infestan los campos de l'Anoia competían con el tren para dilucidar de una vez quién era el dueño y señor de la velocidad en la Catalunya central.

- ¿Me explicas tu historia? ¿Por qué has abandonado tu hogar y vas a Barcelona? - me preguntó Claudia mientras morisqueaba un palito de pan del tamaño de mi brazo.
- ¿Cómo sabes que me he ido de casa?
- Bueno, mientras me vestía, te he oído llorar llamando a tu mamá y he deducido el resto.
- Muy lista.
Claudia estaba preciosa. Se había puesto un vestido de color negro, largo, pero no mucho y llevaba dos cosas de esas que salen de la parte superior del vestido y suben por el hombro y dan la vuelta y bajan y se vuelve a enganchar al vestido... y le quedaba muy bien.
- Entonces... ¿me lo explicas?
- Quiero encontrarme a mí mismo para llegar a conocerme.
- ¿No tienes espejo en casa?
- Sí, pero sólo me miro a uno por la mañana recién levantado. Y lo tenemos en el lavabo. Y cuando entro en por la mañana pues voy sin gafas y cuando salgo está empañado por culpa del agua caliente de la ducha. Total, que no puedo mirarme al espejo y decir, quién soy y qué hago, con voz profunda y que mi imagen de repente me suelte un monólogo y me cale tan hondo que mi vida da un giro de 165º. Al no poder contar con esta posibilidad, sólo me queda la huida. Igualito que Tyrone Power.
- También podrías limpiar el vaho del espejo, o ponerte antes las gafas.
- No sé... ¿y tú?
- Ya te lo he dicho, soy espía.
- ¿Espía?
- Sí, y al cenar conmigo estás poniendo tu vida en peligro, pero no te importa porque tengo un pecho precioso.
Me encantaba el sentido del humor de Claudia y decidí seguirle el juego de la bella misteriosa que se revela como espía internacional.
- Así que espía... ¿y detrás de quién andas? ¿De una facción de conductores de coches descendientes de Gengis Khan que quiere volver a conquistar las estepas? ¿Un científico malvado que quiere incendiar el sol? ¿De nazis comunistas que tienen la cabeza de Hitler y la quieren transplantar en el cuerpo de un modelo de calzoncillos? ¿De una empresa farmacéutica que experimenta con sangre de camello adulterada en competiciones universitarias de a ver quien bebe más sangre sin vomitar y sin dejar que los bolos le aplasten los testítulos?
- Si no fueras tan tonto diría que eres listo y todo.
- Eso dice mi madre.

La cena discurrió sin más incidentes que unas inoportunas interrupciones del camarero para preguntarnos qué queríamos cenar y para traer los platos. Claudia comía con apetito su esturión a la placha, y yo me conformaba con una espuma de caracol a la reducción de vejiga de perro sarnoso (aunque había pedido un filete poco hecho). Y en silencio, porque Claudia prefería estar callada mientras comía. "Así puedo imaginar que te estoy comiendo a ti y que estos champiñones son tus pezones". Yo respetaba su silencio como la manía de una desconocida y me dediqué a observar a nuestros compañeros de viaje. Un par de estudiantes universitarios, la señora Antonieta que tiene su parada personalizada en La Beguda y un tipo que me resultó sospechoso... como si nos estuviera observando... como si vigilara cada uno de nuestros gestos, movimientos y pedos.

Algo así

Pero no le di más importancia porque un tren es punto de encuentro de muy diferentes personas, caracteres, procedencias, manías y olores. Acabamos los postres entre risas porque Claudia hablaba mientras tomaba el postre. Al terminar su tiramisú me miró a los ojos, puso uno de sus pies en mi entrepierna y con voz grave me dijo:
- ¿Qué te parece si volvemos a nuestro coche-cama y tenemos una inolvidable noche de sexo salvaje sin compromiso?
- Vale.

Y fuímos. Y Claudia era apasionada y salvaje y antes de entrar en materia propiamente dicho (ya sabéis, patim-patam-patum home, aixeca i el cap dret) me preguntó si confiaba en ella. Con mi mejor sonrisa le dije que siempre he dependido de la amabilidad de los extraños. Me preguntó si muchos extraños me habían atado a la cabecera de la cama. Le dije que no quería hablar de ellos. Me dijo que vale y me ató a la cabecera de la litera con un suave pañuelo de seda. Puso música. Bach junior. Mi miró. Sonrió e iluminó la habitación y mi entrepierna e inició un sensual baile donde sus manos eran alondras y sus piezas de ropa iban cayendo una a una como si fueran los pecados de un burgués tras participar en una procesión de semana santa.

Con la música de Carl Emmanuel Philippe Bach, Claudia me llevó al paraíso.

Y cuando sonó el ultimo estertor del órgano, Claudia apareció ante mí tal cual la había visto en nuestro primer encuentro y como la había imaginado durante toda la cena. Entonces, y solo entonces, me dormí.

Es lo que tiene ser narcolépsico.

Y soñé. Laurence Olivier vestido de monja arrepentida me recitaba un prospecto amarillo mientras unos monos vestidos de doncellas francesas metían fregonas sucias de vómito de perro en mi boca y agitaban como si mi orificio bucal fuera una coctelera.

Al poco desperté. Me parecían segundos, pero luego descubrí que habían sido horas.
- Perdona, Claudia, pero resulta que soy narcolépsico y...

Grité como pocas veces he gritado. El coche-cama estaba lleno de sangre. Rastros de violencia por todas partes y ante mí, en el suelo, vi como el cuerpo de Claudia se arrastraba hacia su hermosa cabeza, que estaba a un par de metros de distancia.

Le quedaban pocos minutos de vida. Tenía que hacer algo.

Y lo hice. Pero antes tenía que librarme de la trampa que era ese nudo en el pañuelo.


3 comentarios:

Jordi Vivancos dijo...

¿”Siempre he dependido de la amabilidad de los extraños”? ¡¡Por favor!! ¡Menudo ejemplo es Blanche DuBois para ir por el mundo!

Ya me perdonarás (o no) mi falta de sensibilidad, pero por ahora tus “desventuras manileñas” no me parecen tan tremebundas como siempre nos has sugerido, porque lo que tus dilectos lectores no saben es que cada vez que sale el tema de Manila en un conversación (casualmente siempre soy yo quien lo saca a colación, mira tú qué cosa tan curiosa), empiezas a temblar, se te pone la mirada vidriosa y farfullas qué sé yo qué cosa sobre el balcón de un paquebote, lo cual hacía sospechar una historia estremecedora a la par que idiota.

Tristemente, por el momento lo único que se confirma es que la historia es idiota. De acuerdo: te comiste un donut (¡berlina, berlina!) sin ganas… ¡Oooooh! ¡Gran gesta! Decapitaron a tu compañera de cabina… ¿Y a quién no le ha pasado alguna vez?

Seamos sinceros, Jorge: lo peor que te ha ocurrido hasta ahora es haber sufrido la parada en la Beguda para que se baje del tren la señora Antonieta y haber soportado la música de Carl Philipp Emanuel Bach, que si la música del padre ya era insufrible, ni te cuento lo que es la música del hijo. Sigo pensando que la historia no es para tanto.

Noelia dijo...

Jorge, tu, oyes voces?
noe

Jorge dijo...

Noe, cuando hay gente por casa, sí que oigo voces. O en el trabajo o con la radio encendida. Cuando estoy solo pues las normales, las que todos oímos.