miércoles, 27 de abril de 2011

Crónica empapada de un Sant Jordi

Han pasado cuatro días y por fin me veo con ánimos de poner por escrito lo que viví, vi y pensé en esta última diada de Sant Jordi. Mi pelo es 0,18 milímetros más largo, mi barba, más frondosa y ya no soy el mismo muchacho tierno, animoso y quejica que se levantó el día 23 a las siete y media de la mañana con el ánimo por los suelos, el sueño en los ojos y un "mecagoendiosysuputamadreytodoslossantosquemamaronlalechesanta" en sus labios cuando al abrir la puerta del balcón se encontró con que estaba lloviendo.


Por segundo año consecutivo. Lloviendo. Sant Jordi bajo el agua. A mi memoría regresaron los avatares y las graciosas peripecias que me acontecieron el Sant Jordi pasado y sentí como una mala leche que no conocía me iba inundando el cuerpo. No quería repetir la experiencia. No estaba preparado. Otra vez no. Otro año de libros empapados, de cajas rotas, de clientes con paraguas, de plásticos encima de las mesas y de los libros, de chorros de agua cayendo por mi canalillo y mi regatera. No, otra vez no. Ya sé que estábamos avisados por los señores que controlan el tiempo, pero uno que es ingenuo a la para que tonto que confiaba que los dioses serían benévolos, aceptarían los sacrificios que día sí, día también han estado haciendo desde el gremio y nos regalarían un día de sol y buenas ventas. Y así ha sido. O por lo menos es lo que al día siguiente aparece en las noticias. "La lluvia da una tregua a Sant Jordi". "La lluvia se aguanta y no moja". Pues en l'Anoia no, en l'Anoia nos hemos mojado y la tregua ha sido de mucha lluvia o de muchísima lluvia, tu eliges. Pero vayamos poco a poco.

A las ocho recibo una llamada al móvil del jefe que me informa que de momento no montamos parada. Por la lluvia. Que cae del cielo de arriba a abajo y que moja. Y está fría. A las nueve en la plaza. Y a las nueve en la plaza. Ha dejado de llover. Así que corre que te corre y monta parada. Que estaba desplazada y pierde tiempo poniéndola bien. Y empieza a sacar las cajas, las mesas, las telas, los plásticos y etc. Y monta corriendo que viene gente. Porque, eso sí, nadie se puede esperar. Y los libreros se encuentran montando la parada tarde, con la presión de un asqueroso chirimiri en el cogote, pero gente aparece por las espaldas y pregunta y abre las cajas sin permiso y te mete bronca porque vas tarde y al librero se le pone cara de gilipollas y se siente gilipollas porque:
- es sábado.
- está trabajando.
- lloviendo.
- aguanta prisas y broncas de desconocidos.
- y encima hace un descuento en el producto que vende.

Una hora y media después empezar, se termina de montar la parada. De derecha a izquierda: libros de infantil/juvenil, libros en catalán, en castellano y libros varios.  Primeras ventas. Buen humor. Calor sospechoso. Agoreros del hay que lloverá. Las tres visitas de Alcalde. Se venden libros, se recomiendan libros y se piden libros. Un Principito en griego, libros para enseñar a hablar a un loro, libros de neumática, o por qué tenéis este libro y no éste otro que se publicó hace veinte años. El librero inspira, expira, mira al cielo y piensa, idiota él, que a lo mejor el tiempo aguanta y tendrá un Sant Jordi tranquilo.

Gilipollas.

Porque entonces, cuando más confiado está y las ventas parecen que serán buenas, empieza el espectáculo.

Eliminando el baile sensual, al mazas y a la buenorra, la música, las canciones agudizadas hasta la agonia, los "arreglos" exóticos y la coreografía caliente, os podéis hacer una idea de cómo fue Sant Jordi.

Porque empieza a llover. Plinc, plinc, plinc. Gotas de lluvia en la tapa del último libro del Punset. Y piensas, me cago en su puta madre. ¡A poner plásticos! Y corriendo a tapar los libros con plásticos. Pero deja de llover. Y quitas plásticos. Y empieza a llover. Y pones plásticos. Y deja de llover y quitas plásticos con una creciente sensación de que alguien se está riendo de ti. Hasta que llega el mediodía y empieza a llover en serio. Y la Plaça de Cal Font se queda vacía. Solo quedan libreros dispersos bajo su toldo. Mis compañeros se van a comer y me quedo solo en la parada. Bajo la lluvia. Con el chubasquero que me ha traído A. Mirando el infinito. Pensando.


Tócate los huevos, vaya mierda de día.

Porque no para. Y cuando para son cinco minutos de sol para que te confíes, quites los plásticos y, zas, volver a llover un poco más fuerte que antes. El plástico se rompe, algún libro se moja y las ventas descienden en picado. Tanto trabajo para esto. Tanto albarán, tanto libro comprado, tanto representante, tanta caja, tantas ganas para esto. Para que llueva y no se venda una mierda y la plaza esté vacía y yo esté aquí, bajo un toldo con goteras, con los pies empapado por culpa de filtraciones en los zapatas, con cajas encima de las sillas, con un infinito dolor de piernas y de espalda pensando qué sentido tiene todo esto. Y más cuando ves actitudes incomprensibles de personas que incrustan a sus empapados hijos pequeños bajos los plásticos y los restriegan libro arriba, libro abajo. Cuando se quejan de los plásticos y piden casi a gritos que se monte la parada otro día porque así no veo bien. Cuando una madre niega un libro a su hijo porque en casa tienes la Playstation echa un asco que ni juegas ni nada.

Pero no todo es malo. Lo que pasa es que estoy quemado. A. se lo pasó bien. Vino a echarnos una mano y se adueñé de la sección de literatura infantil. Enseñó álbumes infantiles, vendió los dos ejemplares de las aventuras de Joanot Calcespudents en un momento


y estuvo charla que te charla con sus fans (entiéndase fans todas esas personas de menos de seis años a los que en algún momento A. les ha pintado la cara o la mano con sus pinturas mágicas). Recomendé un par de libros de los que estoy orgulloso. Compañeros saludaron a conocidos y al final, acabamos consolando nuestra húmeda desgracia entre risas y sintiendo pena por los compañeros que estaban en la librería: llena hasta los topes de paraguas mojados.

Y cae la noche y sigue lloviendo. Llega la hora de recoger la parada haciendo filigranas con las cajas y los plásticos. Descubres charcas en la mesa y sientes que el frío cala. Hasta que deja de llover. Por fin... el cielo sereno y podemos desmontar la parada sin correr, sin mojarnos más y sin miedo de que más libros acaben estropeados. Una última señora que se enfada cuando le decimos que hemos cerrado y podemos irnos a casa. Doloridos y cansados. Hartos y sabiendo que quedan 364 días menos para el próximo Sant Jordi.

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