miércoles, 27 de enero de 2010

Lo que pasó en Manila. Parte I

Creo que ya va siendo hora que explique qué pasó en Manila. Éste ha sido siempre el mayor de mis secretos. Ni siquiera A. sabe qué me ocurrió allí y qué es lo que me afectó tanto como para despertarme por las noches chillando como un caballo recién capado sin anestesia. Pero hay cosas que son difíciles de explicar. El motivo de que decida romper de una vez por todas mis silencios y explicar las cosas horribles que viví en aquella por siempre maldita ciudad es una conversación que mantuve una noche con mi buen amigo Jordi. Hablabamos como es habitual en nosotros de filosofía etrusca postestructuralista cuando, tras un jocoso comentario a propósito de Heidegger, Jordi dijo:

- Sí - dijo Jordi -. Tan indescifrable como lo que te pasó en Manila.
El silencio se posó entre nosotros cual mariposa con las alas llenas de melaza.
- Manila... - dije.
- Mira, gilipollas, o explicas de una puta vez lo que te pasó en Manil o cierras la jodida boca. Que me tienes hasta los huevos con la mierda de Manila.

Tras el oportuno comentario de Jordi, y después de meditarlo mucho, decido romper mi silencio y explicar qué pasó en Manila. No culparé a nadie si después de leer toda la historia decide no volver a dirigirme la palabra.

Aun hay demasiada sangre en mis manos.

Ocurrió hace cinco años, antes de entrar a trabajar en la librería. En aquellos tiempos sufrí una fuerte crisis existencial aderezada con un desengaño amoroso. Casi todas las buenas historias empizan con una mujer. Y las malas, como ésta, también. Digamos que el amor no hace una buena combinación con la cría de camellos y al final de lo nuestro sólo quedó cuatro cartas mal escritas, muchos reproches y tres crías de camellos sin nombre y sin hogar.

Tras dejar mi trabajo de entonces en el Teatre de l'Aurora de Igualada y encontrar una buena familia vegetariana que cuidara de los tres camellos (a los que su nueva familia llamó Coraza, Petunia y Palmerín), hice una maleta, cargué un par de libros y me lancé al camino. Necesitaba salir de Igualada y de tantos recuerdos. Recorrer el mundo. Y conseguir que el mundo se olvidará de mí.

Adiós, muchachos. Estaréis mejor sin mí.

Andé y andé. Caminé y caminé hasta que mis pies sangrantes me dijeron que parara. Mis pulmones me estallaban y necesitaba un descanso urgente. Así que me detuve. Dejé la maleta apoyada en la pared, me senté en el suelo y contemplé a unos quince metros la fachada de casa de mis padres, de donde acababa de salir.

Mi padre salió a la calle llevando en su mano la bolsa de basura.

- ¿Qué haces aquí sentado?
- Me voy, padre. Deme su bendición para irme a recorrer los caminos de la vida.
- Anda, no digas tontería y sube y recoje tu cuarto que lo tienes echo un asco con tanto papeles y tantos libros.
- Palabras, palabras, palabras.
- Que sí. ¿Vas a subir?
- No, padre. Me voy.
- Haz lo que quieras. Llama de vez en cuando y toma veinte euros. Pilla un autobús porque andando no llegarás a ninguna parte.
- Gracias.
- Que vaya bien.

Me levanté del suelo e hice caso a mi padre. Fui a la parada del autobús.


- Un billete a ninguna parte.
- Pues ya te puedes bajar porque yo conduzco siempre a algún sitio.
- ¿Cuál es la última parada del autobús?
- Ninguna, porque éste va dando vueltas.
- Pues a la estación de ferrocarriles.
- Pues anda, sube.
- Tenga.
- No tengo cambio de veinte.
- Pues no llevo nada más pequeño.
- Pues entonces adiós.
- ¿Se espera un momento y voy a buscar cambio al bar?
- Que sea rapidito.
- Tanto como la primera vez de un virgen.
- Será gilipollas...

Fui al bar. Un ambiente rancio a cerveza, sudor y cigarrillos me golpeó en la cara.
- ¿Me da cambio?
- No.
- Hombre.
- Ni hombre ni hostias. No damos cambio. Consume.
- Pero es que el autobús...
- Me la pela.
- Pues, no sé, pongame un café.
- Marchando.
- Tenga.
- ¿Me pagas un café con un billete de veinte?
- Es que no tengo suelto.
- Me dejas sin cambio.
- Pues deme un donut también.
Pitido del autobús.
- Que se me va.
- Voy, voy. Ten, chaval.
El café de un trago. El donut me lo guardaría para después. Quien sabe cuando volvería a comer.

Volví al autobús.
- Venga, chaval, joder, venga que los abuelos se me ponen nerviosos. Que sólo van con dos horas de antelación a la hora del médico.
- Aquí tiene el euro.
- ¿Qué llevas ahí?
- Un donut.
- En el autobús no se come.
- Es para luego.
- Que no entra comida en el autobús.
- Joder... ¿Y qué? ¿Me lo como ahora? Es que no me apetece.
- Pues con el donut no entras...
- No es un donut, es una berlina - dijo una señora -. Donut es la marca, berlina es el producto.
- ¿Una berlina no es un coche? - dijo un abuelo.
- También.
- Bueno, ¿qué? ¿Subes o no subes?. ¿Te lo comes o no te lo comes?
- Sí, chaval, decídete. Que queremos ir al médico.
- Al médico, al médico.
- Medicinas, sitron, diagnósticos previsibles, placebos...
- Al médico, al médico, al médico.

¿Qué podía hacer? ¿Comerme a toda prisa un donut...
- ¡Berlina!
... y subir a un autobús repleto de ancianos adictos a las palabras médicas o volver a casa de mis padres y ordenar la habitación? ¿El misterio de lo por venir o el misterio de lo prevenido?

- ¿Qué decides? - me preguntó el autobusero.

Respiré hondo y con dos bocados me comí el don... la berlina. Y subí los peldaños y entré en el autobús con la boca manchada de azucar y chocolate, pero dueño de mi futuro.

Y aquí empieza la historia.

Mi destino, aunque entonces lo desconociera.
La ciudad que destruyó quien era y construyó al que soy ahora.

1 comentario:

Bellota dijo...

Jodida la cosa pinta.
Pero verte sano y salvo me da ánimos para seguir leyendo.